La acción, en París, en 1673.
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
ARGAN, solo en su alcoba y sentado a una mesa, ajusta con guitones las cuentas del boticario. Conversando consigo mismo, platica de este modo:
ESCENA II
ANTONIA (Entrando). - ¡Ya va!
ARGAN. - ¡Ah, perra!
ANTONIA (Fingiendo haberse dado un golpe en la frente).- ¡Malhaya vuestras impaciencias!… De tal modo la aturrulláis a una, que a poco si me dejo los sesos en el quicio de un postigo.
ARGAN (Furioso) -¡Traidora!
ANTONIA (Sin dejar de quejarse Para interrumpirle e impedir que grite). - ¡Ay!
ARGAN. - Hace…
ANTONIA. - ¡Ay!
ARGAN. - ¡Hace una hora…
ANTONIA. - ¡Ay, ay!
ARGAN. - …que me has abandonado!
ANTONIA. - ¡Ay!
ARGAN. - ¡Calla, granuja, y déjame que te reprenda!
ANTONIA. - ¡Eso es!... Encima de lo que me he hecho...
ARGAN.- ¡Tú me has hecho a mi desgañitarme, carroña!
ANTONIA. - Y yo me he roto la cabeza; váyase una cosa por la otra. Estamos en paz.
ARGAN. - ¡Cómo, infame!
ANTONIA. - Si continuáis regañándome, lloro.
ARGAN. - ¡Abandonarme así!
ANTONIA (Insistiendo en su propósito de no dejarle hablar). - ¡Ay, ay, ay!
ARGAN. - ¡Lo que tú pretendes, perra!…
ANTONIA. - ¡Ay, ay!
ARGAN. ¿Pero no he de tener ni la satisfacción de reñirte?
ANTONIA. - ¡Reñid, reñid hasta que os hartéis!
ARGAN. - ¡Si no me dejas, ladrona! ¡Si me interrumpes a cada palabra!
ANTONIA. - Si vos tenéis la satisfacción de reñir, ¿por qué no he de tener yo la de llorar? A cada uno lo suyo ¡Ay, ay!
ARGAN. - ¡Habrá que aguantarse!... Quítame esto, granuja, quítame esto. (Se levanta.) ¿Me ha hecho bastante operación la lavativa?
ANTONIA. - ¿La lavativa?
ARGAN. - Si. ¿He echado mucha bilis?
ANTONIA. - ¡A mí qué me importa! Eso no es cuenta mía; eso se queda para el señor Fleurant. Él es el que debe meter la nariz, ya que es él quien cobra las ganancias.
ARGAN. - Que me tengan preparada una taza de caldo para tomarla con la poción que me toca ahora.
ANTONIA. - ¡Bien se divierten a vuestra costa los señores Fleurant y Purgon! Han encontrado una vaca y la ordeñan a gusto. Quisiera yo saber qué enfermedad es la vuestra, que necesita de tantos remedios.
ARGAN. - ¡Calla, ignorante! ¿Quién eres tú para, criticar las prescripciones de la medicina?. . . Ve a llamar a mi hija Angélica, que tengo que hablarle.
ANTONIA.- Aquí viene. Parece que ha adivinado vuestros deseos.
ESCENA III
ARGAN, ANGÉLICA y ANTONIA
ARGAN. -Acércate, Angélica. Llegas a tiempo, que quiero hablarte.
ANGÉLICA. -Ya os escucho.
ARGAN (Corriendo a sentarse en el bacín). - Aguarda dame el bastón. Vuelvo al instante.
ANTONIA (Riéndose de él). - ¡Corra, corra, señor! ¡Lo que nos da que hacer el señor Fleurant!
ESCENA IV
ANGÉLICA y ANTONIA
ANGÉLICA (Mirándola lánguidamente y en tono confidencial). - ¡Antonia!
ANTONIA. - ¿Qué?
ANGÉLICA. - Mírame.
ANTONIA. -Ya os miro. ¿Qué hay?
ANGÉLICA. - ¡Antonia!
ANTONIA. - ¿Qué hay con tanto Antonia?
ANGÉLICA. - ¿No adivinas de lo que quiero hablarte?
ANTONIA. -Me figuro que será de vuestro pretendiente; hace seis días que no habláis de otra cosa.
ANGÉLICA. -Pues si lo sabes, ¿por qué no te apresuras a hablarme de él y me ahorras la vergüenza de ser yo quien te saque la conversación?
ANTONIA. -Si no me dais tiempo.
ANGÉLICA. -Es verdad. Te confieso que no me cansaría de hablar de él, y aprovecho todas las ocasiones para abrirte mi corazón. Dime, ¿repruebas tú mi enamoramiento?
ANTONIA. - Ya me guardaría.
ANGÉLICA. -¿Hago mal abandonándome a tan deliciosas emociones?
ANTONIA.- ¿Quién dice eso?
ANGÉLICA. -¿Tú crees que yo debiera mostrarme insensible a las ternuras de su pasión?
ANTONIA. -De ningún modo.
ANGÉLICA. - ¿Y no te parece a ti, como a mí, que algo de providencial, algo... dispuesto así por el destino, en la forma imprevista de conocernos?
ANTONIA. - Sí.
ANGÉLICA. -Y el hecho de tomar mi defensa sin conocerme, ¿no es digno de un caballero?
ANTONIA. - Sí.
ANGÉLICA. -De un hombre generoso.
ANTONIA. - Conformes.
ANGÉLICA. -¿Y la gallardía con que lo hizo?
ANTONIA. -Es cierto.
ANGÉLICA. -¿Y es o no un buen mozo?
ANTONIA. -Sí que lo es.
ANGÉLICA. - Arrogante.
ANTONIA. - Sin duda.
ANGÉLICA. - Que en sus palabras, como en sus actos, tiene una distinción.
ANTONIA. - Seguramente.
ANGÉLICA. - ¿Y puede oírse lenguaje más apasionado que el suyo?
ANTONIA. - Es verdad.
ANGÉLICA. - ¿Y hay nada más enojoso que este recluimiento en que me tienen, privada de corresponder a los impulsos de esta mutua pasión, que el cielo nos inspira?
ANTONIA. -Tenéis razón.
ANGÉLICA. -Pero ¿tú crees, Antonia, que me quiere tanto como dice?
ANTONIA. -¡Cualquiera sabe! En cuestión de amores hay que andar siempre con cautela, porque el fingimiento semeja mucho a la verdad. Yo he visto algunos farsantes que lo remedan a maravilla.
ANGÉLICA. - ¿Qué estás diciendo, Antonia? Hablando como él habla, ¿sería posible que mintiera?
ANTONIA. - De todos modos, bien pronto podréis salir de dudas. En la carta de ayer os dice que está decidido a pedir vuestra mano; este es el camino; esa es la prueba más palpable de la veracidad de sus palabras.
ANGÉLICA. -Si me ha engañado, no volveré a creer jamás en ningún hombre.
ANTONIA. -Ya vuelve vuestro padre.
ESCENA V
ARGAN, ANGÉLICA y ANTONIA
ARGAN (Sentándose). -Ahora, hija mía, te voy a dar una noticia que seguramente te tomará de nuevas. Me han pedido tu mano. ¿Qué es eso?... ¿Te ríes? Bien mirado, no puede imaginarse noticia más halagüeña para una joven... ¡Oh, naturaleza! Ya veo bien claro que no tengo para qué preguntarte si te quieres casar.
ANGÉLICA. - Mi único deseo es obedeceros, padre mío.
ARGAN. -Me complace esa sumisión. Hemos ultimado el asunto y ya estás prometida.
ANGÉLICA. -Acataré a ojos cerrados vuestra voluntad, padre mío.
ARGAN. -Tu madrastra pretendía que tú y Luisa, hermana menor, entrarais en un convento. Desde hace tiempo ese era su propósito.
ANTONIA. (Bajo) -¡Su razón tiene la muy bribona!
ARGAN. (Continuando.) -Por lo cual se negaba al ahora a autorizar este matrimonio; pero he logrado reducirla y dar mi palabra.
ANGÉLICA. -¡Cuánto tengo que agradecer a vuestras bondades, padre mío!
ANTONIA. -Seguramente, ésta es la acción más cuerda de vuestra vida.
ARGAN. -Aun no conozco a tu futuro; pero me afirman que quedaré satisfecho y tú también.
ANGÉLICA. -Seguramente, padre mío.
ARGAN. -¿Cómo? ¿Tú le has visto?
ANGÉLICA. -Puesto que vuestro consentimiento me autoriza a abriros mi corazón, no os ocultaré que hace seis días el azar nos puso frente a frente, y que la petición que os han hecho es consecuencia de una inclinación mutua, experimentada desde el primer instante.
ARGAN. -No me habían dicho nada, pero me alegro, porque más vale que sea así. Según parece, se trata de un buen mozo.
ANGÉLICA. -Sí, padre mío.
ARGAN. -Arrogante.
ANGÉLICA. -Sí.
ARGAN. -De aspecto simpático.
ANGÉLICA. -Ya lo creo.
ARGAN. -De fisonomía franca.
ANGÉLICA. -Muy franca.
ARGAN. -Digno y juicioso.
ANGÉLICA. -Precisamente.
ARGAN. -Honrado.
ANGÉLICA. -Como el que más.
ARGAN. -Que habla el latín y el griego a maravilla.
ANGÉLICA. -Eso no lo sabía yo.
ARGAN. -Y que dentro de tres días será recibido de médico.
ANGÉLICA. -¿Médica, padre mío?
ARGAN. -Sí, ¿tampoco lo sabías?
ANGÉLICA. -No. ¿Quién os lo ha dicho?
ARGAN. -El señor Purgon.
ANGÉLICA. -¿Lo conoce el señor Purgon?
ARGAN. -¡Vaya una pregunta! No lo ha de conocer, si es su sobrino.
ANGÉLICA. -¿Cleonte sobrino de Purgon?
ARGAN. -¿Quién es ese Cleonte? Hablamos del joven que ha pedido tu mano.
ANGÉLICA. -¡Claro!
ARGAN. -Que es sobrino del señor Purgon e hijo de su cuñado, el señor Diafoirus, médico también. Ese joven se llama Tomás: Tomás Diafoirus, y no Cleonte. Con él es con quien hemos acordado esta mañana tu boda, entre el señor Purgon, Fleurant y yo. Mañana mismo vendrá el padre a hacer la presentación de tu futuro. Pero ¡qué es eso? ¿Por qué pones esa cara de asombro?
ANGÉLICA. -Porque vos hablabais de una persona y yo me refería a otra.
ANTONIA. -¡Eso es una burla! Teniendo la fortuna que tenéis, ¡seríais capaz de casar a vuestra hija con un médico?
ARGAN. -¿Quién te mete a ti donde no te llaman, imprudente?
ANTONIA. -¡Calma! ¿Por qué no hemos de discutir sin acaloramientos? Hablemos tranquilamente. ¿Qué razones habéis tenido para consentir ese matrimonio?
ARGAN. -La razón de que, encontrándome enfermo -porque yo estoy enfermo-, quiero tener un hijo médico, pariente de médicos, para que entre todos busquen remedios a mi enfermedad. Quiero tener en mi familia el manantial de recursos que me es tan necesario; quien me observe y me recete.
ANTONIA. -Eso es ponerse en razón. Cuando se discute pacíficamente, da gusto. Pero con la mano sobre el corazón, señor, ¿es verdad que estáis enfermo?
ARGAN. -¡Cómo , granuja! ¿Qué si estoy enfermo?… ¿Si estoy malo, insolente?
ANTONIA. -Conforme, señor; estáis malo. No vayamos a pelearnos por eso. Estáis muy malo, lo reconozco; mucho más malo de lo que os podéis figurar, estamos de acuerdo. Pero vuestra hija, al casarse, debe tener un marido para ella, y estando buena y sana, ¿qué necesidad hay de casarla con un médico?
ARGAN. -Si el médico es para mí. Una buena hija debe sentirse dichosa casándose con un hombre que pueda ser útil a la salud de su padre.
ANTONIA. -¿ Me permitís, señor, que os dé un consejo leal?
ARGAN. - ¿Qué consejo es ése?
ANTONIA -No volváis a pensar en ese matrimonio.
ARGAN. -¿Por qué?
ANTONIA. -Porque vuestra hija no consentirá con él.
ARGAN. -¿Que no consentirá?
ANTONIA. -No.
ARGAN. -¿Mi hija?
ANTONIA. -Vuestra hija, que no quiere oír habla del señor Diafoirus, ni de su hijo, ni de ninguno de los Diafoirus que andan por el mundo.
ARGAN. -Pues yo sí. Además, esa boda es un gran partido. El señor Diafoirus no tiene más hijo ni heredero que ese; y el señor Purgon, que es soltero, lega en favor de ese matrimonio sus ocho mil duros de renta.
ANTONIA. -¡La de gente que habrá matado para hacerse tan rico!
ARGAN. -Ocho mil duros de renta es una cantidad muy respetable; y unida al caudal del señor Diafoirus...
ANTONIA. -Sí, sí. Todo eso está muy bien; pero yo insisto, y os lo vuelvo a repetir, en que le busquéis otro marido. No nació vuestra hija para ser la señora de Diafoirus.
ARGAN. -¡Pues yo quiero que lo sea!
ANTONIA. - ¡Bah! ¡No digáis eso!
ARGAN. - ¡Cómo que no lo diga!
ANTONIA. -¡No!
ARGAN. -¿Y por qué no lo he de decir?
ANTONIA. -Porque pensarán que no sabéis lo que os decís.
ARGAN. -¡Que piensen lo que quieran; pero ella ha de cumplir la palabra que yo he dado!
ANTONIA. -Estoy segura que no.
ARGAN. -La obligaré.
ANTONIA. -Será inútil.
ARGAN. -¡Pues se casará o la meteré en un convento!
ANTONIA. -¿Vos?
ARGAN. -¡Yo!
ANTONIA. -¡Bah!
ARGAN. -¿Qué es eso de ¡bah!?
ANTONIA. -Que no la meteréis en ningún convento.
ARGAN. -¿Que no la meteré en un convento?
ANTONIA. -No.
ARGAN. -¿Que no?
ANTONIA. -No.
ARGAN. -¡Esto sí que tiene gracia! De manera que, queriéndolo yo mismo, no meteré a mi hija en un convento.
ANTONIA. -Os digo que no.
ARGAN. -¿Quién me lo iba a impedir?
ANTONIA. -Vos mismo.
ARGAN. -¿Yo?
ANTONIA. -Vos, que no podréis tener tan mal corazón.
ARGAN. -¡Pues lo tendré!
ANTONIA. -¡Esa es grilla!
ARGAN. -¡Yo no hablo en chanza!
ANTONIA. -Os entrará la ternura paternal.
ARGAN. -¡Pues no me entrará!
ANTONIA. -Un par de lagrimitas, echándoos los brazos al cuello, y un "papaíto mío" dicho con requiebro, bastarán para desarmaros.
ARGAN. -Todo eso será inútil.
ANTONIA. -¿A que no?
ARGAN. -Te repito que no desistiré por nada.
ANTONIA. -¡Pamplinas!
ARGAN. -¡No me digas pamplinas!
ANTONIA. -Os conozco, señor, y sé que sos bueno por naturaleza.
ARGAN (Indignado.) - ¡Yo no soy bueno, y seré malo, cuando me dé la gana!
ANTONIA. -No os encolericéis, señor. Acordaos de que estáis enfermo.
ARGAN. -Le ordeno, terminantemente, que se disponga a casarse con quien yo le diga.
ANTONIA. -Pues yo le prohibo en absoluto que lo haga.
ARGAN. -Pero, ¿en qué país vivimos? ¿Qué audacia es ésta de atreverse una pícara de sirvienta a hablar de ese modo a su amo?
ANTONIA. -Cuando un amo no sabe lo que hace, una sirvienta con juicio tiene derecho a enmendarle la plana.
ARGAN (Lanzándose sobre ella.) -¡Te voy a apabullar por insolente!
ANTONIA (Huyendo.) -¡Tengo la obligación de impedir que mis señores se deshonren!
ARGAN (Iracundo, enarbola el bastón y corre tras ella, que se escuda rodeando el sillón.) ¡Ven, ven, que yo te enseñaré a hablar!
ANTONIA (Dando vueltas alrededor del sillón.) -¡Me interesa que no hagáis locuras!
ARGAN (Siempre tras ella.) -¡Perra!
ANTONIA. -No consentiré jamás en ese matrimonio.
ARGAN. -¡Trapacera!
ANTONIA. -No quiero que sea la mujer de ese Tomás Diafoirus.
ARGAN. -¡Carroña!
ANTONIA. -Y ella me hará más caso a mí que a vos.
ARGAN. -¡Angélica, sujétame a esa pícara!
ANGÉLICA. -¡Vamos, padre, que os vais a poner malo!
ARGAN. -¡Si no la sujetas te maldigo!
ANTONIA. -Y yo, si os obedece, la desheredo.
ARGAN (Dejándose caer en un sillón, rendido de correr tras ella.) -¡Ay, no puedo más!... ¡Esto me costará la vida!
ESCENA VI
BELISA, ANGÉLICA, ANTONIA y ARGAN
ARGAN. -¡Ay, esposa mía, acércate!
BELISA. -¿Qué tienes, pobrecito mío?
ARGAN. -¡Socórreme!
BELISA. -¿Qué es eso? ¿Qué es lo que te pasa, hijito mío?
ARGAN. -¡Chacha mía!
BELISA. -Querido.
ARGAN. -Me han encolerizado.
BELISA. -¿De veras, maridín mío? ¿Y cómo ha sido eso, tesoro?
ARGAN. -¡Esa pillastre de Antonia, que cada día es más insolente!
BELISA. -No te excites.
ARGAN. -¡Me ha enrabiado, chachina!
BELISA. -Calma, hijo mío.
ARGAN. -Hace una hora que me lleva la contraria en todos mis propósitos.
BELISA. -Vamos, vamos, cálmate.
ARGAN. -¡Y ha tenido la avilantez de decirme no estoy enfermo!
BELISA. -¡Qué impertinencia!
ARGAN. -Ya la Conoces, corazón mío.
BELISA. -Sí, entrañas; ha hecho muy mal.
ARGAN. -Esa pícara será la causa de mi muerte, amor mío.
BELISA. -¡Bah, bah!
ARGAN. -¡Por Su culpa tengo siempre el saco de la bilis rebosando!
BELISA. -No te enfurezcas de ese modo.
ARGAN. -Hace no sé el tiempo que te repito que le des la cuenta.
BELISA. -Por Dios, hijo mío; no hay sirviente que no tenga defectos, y muchas veces hay que soportarles lo malo en gracia de lo bueno. Esta es hábil, cuidadosa, diligente y, sobre todo, fiel. Ya sabes cuántas precauciones hay que tomar antes de admitir gente nueva. ¡Antonia!
ANTONIA. -Señora.
BELISA. -¿Por qué enojas a mi marido?
ANTONIA (Con acento dulce.) -¿Yo, señora? No me explico lo que decís, porque no vive una más que para dar gusto, en todo al señor.
ARGAN. -¡La muy traidora!
ANTONIA. -Me decía que quiere casar a su hija con el hijo del señor Diafoirus, y yo le contestaba que el partido es excelente; pero que me parecía mejor que la metiera en un convento.
BELISA. -No hay motivos para que te enfades por eso; me parece que tiene razón.
ARGAN. -¡No la creas, amor mío! ¡Es una malvada, que acaba de decirme mil insolencias!
BELISA. -Te creo, amigo mío... Vamos, siéntate. Escucha, Antonia: si vuelves a enojar a mi marido, te planto en la calle... Tráeme su capotón enguatado y las almohadas, que voy a acomodarle en su sillón... Estás no sé cómo. Toma; encasquétate bien el gorro hasta las orejas, que no hay nada que acatarre tanto como el aire en los oídos.
ARGAN. -¡Cuánto tengo que agradecerte, chacha mía, por los cuidados que te tomas conmigo!
BELISA. -(Acomodándole las almohadas.) -Levanta un poco que te remeta bien. Una a cada lado, otra en la espalda y otra para que reclines la cabeza.
ANTONIA. -(Dándole un almohadazo en la cabeza y escapando.) -Y ésta, para resguardaros del relente.
ARGAN. -(Levantándose iracundo y tirándole todas las almohadas a Antonia.) -¡Quieres asfixiarme, bribona!
BELISA. -¿Qué es eso? ¿Qué ocurre ahora?
ARGAN (Muy abatido, dejándose caer en el sillón.) -¡Ay, ay! ... ¡No puedo más!
BELISA. -¿ Por qué te exaltas de ese modo? Seguramente no ha tenido intención de molestarte.
ARGAN. -Tú no conoces, amor mío, las truhanerías de esa malvada. . . Ha logrado sacarme de quicio, y tendré que tomar lo menos ocho medicamentos y doce lavativas para reponerme.
BELISA. -Vamos, vamos, chiquito; sosiégate un poco.
ARGAN. -Tú eres mi único consuelo, vida mía.
BELISA. -¡Pobre hijito mío!
ARGAN. -Para recompensar tanta amorosa solicitud, ya te he dicho, corazón mío, que deseo hacer testamentó.
BELISA. -¡Ay, querido mío; te ruego que no haeblemos de eso! De tal modo me horroriza esa idea, que la sola palabra testamento me hace estremecer de angustia.
ARGAN. -Te dije que avisaras a tu notario.
BELISA. -Vino conmigo, y ahí aguarda.
ARGAN. -Hazle entrar, amor mío.
BELISA. -¡Ay! Cuando se ama de verdad a un marido, no se puede pensar en estas cosas.
ESCENA VII
EL NOTARIO, BELISA y ARGAN
ARGAN. -Adelante, señor Bonafé. Acercaos y tomad asiento, si os place... Informado por mi mujer de vuestra honorabilidad y de la buena amistad que le profesáis, le encargué que os hablara de cierto testamento que quiero hacer.
BELISA. -¡Yo no soy capaz de hablar de eso!
EL NOTARIO. -La señora ya me ha puesto al corriente de vuestras intenciones y de los propósitos que os animan respecto a ella; pero mi deber es advertiros de que no podéis dejarle nada en testamento.
ARGAN. -¿Y por qué?
EL NOTARIO. -Porque la costumbre se opone. Si estuviéramos en un país de leyes escritas podría hacerse; pero en París, como en casi todos los países rutinarios, donde la costumbre hace ley, es imposible; la disposición sería nula. Todos los anticipos que puedan hacerse entre un hombre y una mujer, coyundados por legítimo matrimonio, se consideran como mutuas dádivas hechas en vida; pero, aun en este caso, es condición precisa que no haya hijos de por medio, ya sean de los cónyuges o de uno de ellos habido en matrimonio anterior.
ARGAN. -¡Pues es una costumbre de verdad cargante que un marido no pueda dejar nada a una esposa que lo ama tiernamente y que se desvive en atenciones! Quisiera consultar a mi abogado para ver qué solución me da.
EL NOTARIO. -¡Dejaos de abogados, que suelen ser gentes meticulosas y que consideran como un crimen el testar contrariamente a lo instituído! Todo se les vuelve dificultades e ignoran los recovecos de la conciencia. Hay otras personas a quienes consultar que son más acomodaticias, que tienen expedientes para deslizarse bordeando la ley y dándole validez a lo que no se considera como lícito; gentes que saben allanar dificultades y encuentran medios de eludir la costumbre por cualquier procedimiento indirecto. Si no se pudiera hacer esto, ¿dónde iríamos a parar? Es preciso dar facilidades; de otro modo no haríamos nada y habría que dejar el oficio.
ARGAN. -Mi mujer me había dicho, señor, que erais hombre hábil y muy docto. Decidme qué es lo que puedo hacer para dejarle a ella mis bienes, saltando por encima de los derechos de mis hijos.
EL NOTARIO. -¿Qué podéis hacer?... Pues elegir, sigilosamente, entre los amigos de vuestra esposa y dejar a uno de ellos, cumpliendo con todos los requisitos legales, una parte de vuestra fortuna; este amigo, más tarde, hará entrega del legado a la señora. Podéis también contraer un número considerable de deudas y atenciones, no sospechosas, en favor de unos fingidos acreedores, que darán sus nombres por complacer a vuestra esposa, y a la cual harán entrega de un documento privado declarando este extremo. Podéis, por último, entregarle en vida cantidades en metálico o en valores al portador.
BELISA. -Dios mío, no te atormentes por esto. Si tú llegaras a faltarme, hijo mío, yo no podría seguir en el mundo.
ARGAN. -¡Vida mía!
BELISA. -Sí, querido; si tengo la desgracia de perderte...
ARGAN. -¡Querida esposa!
BELISA. -La vida no tendrá ya para mí ningún interés.
ARGAN. -¡Amor mío!
BELISA. -Seguiría tus pasos para hacerte ver toda mi ternura.
ARGAN. -¡Me partes el corazón, chacha mía! ... ¡Cálmate, te lo suplico!
EL NOTARIO. -Vuestras lágrimas son extemporáneas; no hemos llegado aún a esos extremos.
ARGAN. -Si notario, mi mayor pesadumbre será el no haber tenido un hijo tuyo. Purgon me ofreció que él me haría tener uno.
EL NOTARIO. -Aún pudiera ocurrir.
ARGAN. -Es preciso hacer ese testamento, amor mío, en la forma que nos ha indicado el señor; pero, por precaución, quiero entregarte veinte mil francos en oro, que tengo escondidos en mi alcoba, y dos letras aceptadas, una por Damon y otra por Gerante.
BELISA. -No, no; no tomaré nada... ¿Cuánto dices que tienes en la alcoba?
ARGAN. -Veinte mil francos, amor mío.
BELISA. -No hablemos de intereses, te lo ruego ... Y ¿ de cuánto son las letras?
ARGAN. -Una de cuatro mil francos y otra de seis mil.
BELISA. -Todos los bienes de este mundo no valen lo que tú.
EL NOTARIO. -¿Procedemos a redactar el testamento?
ARGAN. -Sí, señor. Pero mejor será que nos vayamos a mi despacho. ¿Quieres ayudarme, amor mío?
BELISA. -Vamos, hijito.
ESCENA VIII
ANGÉLICA Y ANTONIA
ANTONIA. -Están con un notario y les he oído hablar de testamento. Vuestra madrastra no se duerme; seguramente ha urdido alguna maquinación contra vuestros dineros y ha complicado en ella a vuestro padre.
ANGÉLICA. -Que disponga de todos sus bienes como quiera, con tal que no disponga de mi corazón. Ya has visto las violencias que le amenazan; no me abandones, en este trance, por Dios te lo pido.
ANTONIA .-¿Abandonaros yo? Antes la muerte. Vuestra madrastra me ha honrado haciéndome su confidente e interesándome en sus manejos; pero yo, que no le tengo el menor apego, trabajaré por cuenta vuestra. Dejadme hacer a mí, que he de recurrir a todo por serviros; y, para poder hacerlo con más eficacia, cambiaré de puntería, ocultando el interés que tengo por vos y fingiendo ponerme de parte de vuestro padre y de vuestra madrastra.
ANGÉLICA. -Procura poner del matrimonio que han acordado.
ANTONIA. -No tengo más persona de quién echar mano que del viejo usurero Polichinela, mi pretendiente; me bastarán cuatro palabras tiernas, que emplearé a gusto para serviros. Hoy, ya es tarde; pero mañana, muy temprano, le mandaré llamar y se volverá loco de...
BELISA. -¡Antonia!
ANTONIA. -Me llaman. Buenas noches, y confiad en mí.
(La decoración cambia, representando ahora una calle.
FIN DEL PRIMER ACTO
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