miércoles, 30 de septiembre de 2009

Taller escritura 30 de Septiembre. Historias de Monstruos



Clase del taller de escritura del 30 de septiembre. La compartimos con usted.
Un saludo



Juan Jacobo Bajarlía

HISTORIAS DE MONSTRUOS


LOS ASESINOS ("ASHASHIN")

A la secta herética de los ismaelitas, en el siglo xi, co rrespondió el "honor" (o la felonía) de acuñar la pala bra asesino, nombre que derivó del hashish o haxix, droga extraída del opio que se administraban sus inte grantes, como lo da a entender Marco Polo (Líber milionis, XXXI). Entre las víctimas de esta secta, se ha llan Conrado, rey de Jerusalén, Abdul Jorasat el Inma culado, Malabel el Silencioso, Raimundo de Trípoli, dos califas de Bagdad, el Gran Visir de Egipto, un Sha de Persia y otros prohombres del medioevo. Su jefe se lla mó Aloadín, o sencillamente el Viejo de la Montaña, como lo menciona el aventurero veneciano. Pero su nombre verdadero es posible que fuera el de Hasan Ibn Al Sabbah, según anotan J. B. Nicolás (Les quartains de Kheyarn, 1867) y el erudito cordobés José E. Guráieb. (Este último nos dice, en la Introducción a las Nuevas Rubaiyát, 1959, que "Ese Hasan Ibn Sabbah, fue aquel famoso Caudillo de la Montaña, llamado erró neamente por el Viejo de la Montaña, o "Cheik Al Yabal", jefe de la secta de los ismaelitas").

Aloadín (digámoslo así para abreviar) ejercía, como jefe de la secta, funciones de califa. Había sido condis cípulo de Omar Al Jayyam y Nizam Al Mulk, en Nisapur, donde los tres estudiaban el Qorán, según constancias de este último en la Wasíah que escribió para celebrar los acontecimientos más memorables de su vida. El fue el primero que testimonió sobre el carácter de Aloadín: un hombre pendenciero e intrigante, contra el cual debió luchar a pesar de haberlo protegido siendo visir. Conspiró, por tanto, contra Nizam Al Mulk, y al ser descu bierto por éste, Aloadín se refugió en la fortaleza de Alamut, en Rudbar, sobre las montañas cercanas al mar Caspio. De ahí la denominación impropia de Viejo de la Montaña.

En esa fortaleza enclavada en un valle de difícil acce so, Aloadín tenía un paraíso terrenal, donde sus iniciados muchachos de 12 años, se drogaban con el hashish que él ofrecía mientras impartía su enseñanza. "Matar a un malvado –decía– es una bendición de los cielos, porque ellos, los malvados, están en la tierra para usurpar el derecho de los seres bondadosos". (Acaso fue ésta la primera norma sobre el regicidio que Maquiavelo y el Padre Mariana habrían de exaltar siglos después). Cuan do los heréticos estaban ebrios por el opio, Aloadín in troducía un conjunto de falsas huríes, muchachas no menos jóvenes que los iniciados, y comenzaba una dan za fascinante, mientras las cañerías del palacio-fortaleza, suministraban miel y vino (Liber, XXXI; Ibn Al Levy, II, 21). Los goces terrenales del Alamut, eran semejantes al paraíso de Mahoma. Después, Aloadín les mostraba los muros del palacio, con murales excitantes, donde la desnudez y los alimentos se concretaban en un sueño in saciable. En uno de estos muros, el que daba hacia el valle y sus jardines diabólicos, había una inscripción del poeta persa Abulkasim Firdusí (Libro de los reyes, c. IV), que decía:

Todas las noches su cocinero [el de Zohak] ma taba a dos jóvenes y les extraía los sesos con los que luego cocinaba un alimento para las serpientes del monarca.

Cuando los heréticos, también llamados hashashin o asesinos (Baudelaire refuerza el concepto en Le poéme du haschisch, II), regresaban del efecto del hashish y se hallaban entristecidos por haber perdido las visiones del paraíso, resolvían la eliminación del enemigo más próximo de Aloadín. Era el único recurso para volver a los goces terrenales y a las delicias de los jardines dia bólicos. Entonces echaban la suerte, y el elegido salía del Alamut para confundirse, disfrazado, entre aquellos donde el sentenciado por Aloadín, habría de perecer. A la vuelta del asesino, cumplida la misión, el paraíso vol vía a concretarse, y el héroe imponía su voluntad al juego de las huríes. Era un privilegio que duraba 24 ho ras. Después, en otro ciclo semejante, se resolvía el próximo asesinato.

Fue tan temido el Caudillo de la Montaña, que no hu bo príncipe que no buscara su protección. Conocían su ira y el efecto de su fanatismo. Pero su imperio fue sofocado por la deserción de El-Haddar, uno de los ashashin. Denostado por Aloadín, huyó un día de la forta leza y se unió a las huestes de Hulagu. Éste lo recibió con desconfianza. Su relato fue tan verídico y atroz, tan detallado, que el gran guerrero acabó por admitir la sinceridad del desertor. Hulagu llevó a sus hombres ha cia el Alamut y le intimó la rendición al Gran Asesino. Éste desoyó las amenazas, y el guerrero estableció un cerco que duró tres años, al cabo de los cuales casi todos los defensores del Alamut perecieron por hambre. En­tonces Hulagu ordenó la embestida final, y la fortaleza fue destruida en 1135. (Ibn Al Levy, II, 23, dice en 1265). Cuando el libertador entró en el reducto de Aloadín, éste, asesinado por su propia mano (autoasesinado) yacía con un puñal que le atravesaba la yugular. Se supone que quiso morir lentamente, ocho siglos antes de que Krafft-Ebing acuñara la palabra infamante ex traída del nombre de Sacher-Masoch.


HISTORIA DE UNA BLASFEMIA

Es posible que esta historia no sea original. No re cuerdo si la leí o si acaso la concebí. Sólo puedo asegurar que no tiene semejanza con ese relato anónimo de la History of the Black Door, del siglo xvh, en el cual el protagonista le pide al Innominado el secreto para des truir el mundo. El blasfemo quedó fulminado. El Inno minado apenas había esbozado una sonrisa. El indicio de un posible rictus.

En esta historia se invierten groseramente las actua ciones. El Innominado dialoga y hasta se muestra inte resado por el protagonista. (Los griegos habrían dicho el agonista). Cuando llega Cun-Tai-Go le sonríe, pero el futuro blasfemo no queda fulminado.

–Sé que eres un hombre sabio –le dice el Innomina do–. Pero no puedo quebrantar la ley. Todos nacen con un número determinado de palabras, cuyo guarismo invisible queda impreso en el paladar. Pronunciada la última palabra, el ser queda vaciado de su número vital y perece.

–Tú has impreso –responde Cun-Tai-Go– distintos guarismos. Algunos mueren al primer día de nacidos porque sólo has puesto en su paladar un número insufi ciente de palabras. Otros, en plena juventud. Y algunos que no necesitan vivir porque no tienen nada que realizar, prolongan injustamente por años y años su vejez, su inútil permanencia en el mundo. Creo que eres injusto.

–¿Y qué es lo que te preocupa, Cun-Tai-Go, para mo dificar el número de palabras impreso en tu paladar?

–Sé que me faltan mil palabras y que después moriré.

Por eso vine a pedirte mil más para terminar un libro imperecedero. Las palabras que me das las he de ahorrar para decir lo necesario en mi vida vegetativa mientras me encierro para dar fin a la obra.

El Innominado pensó que se le pedía muy poco (mil palabras, acaso un instante). Y al pensarlo el Innominado, Cun-Tai-Go sintió que su paladar se llenaba de fuego. Sus ojos, de nuevas visiones.

El hombre sabio llegó a su casa. Pero tres días después regresó al recinto del Innominado. Estaba desorbitado, enloquecido. Más desnudo que el primer día. –¿A qué has venido, Cun-Tai-Go? –Mi paladar se está secando. El número de palabras que le has impreso está llegando a su fin y necesito, para terminar mi obra, que se concedan mil y una palabras más.

El Innominado observó esa ruina que declinaba verti ginosamente. Quebrantó la ley por segunda vez, y Cun-Tai-Go sintió que su cuerpo era un signo de sangre que ardía en el espacio. Entonces, con las mil y una palabras puso fin a su obra. Y cuando aquéllas se agotaron, que dó con los ojos rígidos. Nadie le oyó morir. Sólo el es pacio. Acaso el aire desleído que bajaba de una zona nocturna bordada absurdamente por la luz de las ga laxias.

Cuando Cun-Tai-Go compareció al juicio, el Innomi nado quiso saber por qué había pedido primero mil pa labras y después mil y una.

Cun-Tai-Go, arrodillado, murmuró:

–Escribí un libro sobre tu naturaleza enigmática. Las primeras mil palabras me sirvieron para demostrar tu dimensión imprevisible. Las mil que siguieron, refir maron tu ceguera y tu arbitrariedad. La última palabra que seguía a la número 1000 sólo contenía una voz: Perdón, porque sé que mi blasfemia necesitaba de tu magnanimidad y que al fin me perdonarías para justificar tu incon sistencia.

Así terminó la historia del blasfemo. Pero en un se gundo avatar otro blasfemo sostuvo que Cun-Tai-Go fue el primer ángel de la rebelión, y que enfurecido el Inno minado, aquél fue arrojado al infierno en el que después gobernó como Señor de las Tinieblas. Porque Cun-Tai-Go son tres palabras simbólicas que significan:

El-Que-Reina-Después-De-La-Luz-En

La-Luz-En-La-Profundidad-Inquebrantable-Del-Caos.


EL ÚLTIMO LIBRO DE LA SIBILA

Podría volver a contar lo que Fray Benito Jerónimo Feijóo nos dijo acerca de los nueve libros de la Sibila de Cumas en un texto escrito hacia 1712 con el título de Ma gia y leyenda, que luego modificó cuando redactaba sus Carta eruditas. Pero pensándolo bien, conviene transcri birlo como prueba irrefragable, aligerando levemente su estilo, el más directo y descriptivo del siglo XVIII. He aquí la constancia:

La historia romana cuenta que habiendo llegado a Ro ma la Sibila de Cumas, en tiempos de Tarquino el Sober bio, aquélla le presentó nueve libros, y pidió por ellos trescientos escudos. El príncipe se burló por parecerle excesivo el precio, y la Sibila quemó tres, y por los seis restantes pidió la misma cantidad; despreciando Tarquino nuevamente tan extravagante demanda, quemó otros tres, insistiendo en que por los tres que quedaban le diese la misma suma, y amenazando con arrojarlos al fuego co mo los demás en caso de ofrecerle menor precio. En fin: concibiendo el príncipe, en tan extraña resolución, algún alto misterio, dio los trescientos escudos por los tres libros que, como cosa sagrada, colocó bajo la custodia de dos patricios en el Capitolio1 , y estos libros eran consultados por los romanos cuando la República se veía ante algún peligro; hasta que incendiándose el Capitolio en tiempos de Sila, ochenta y tres años antes del nacimiento de Cris to, tuvieron los tres libros la misma desgracia que los otros seis.

Lo que no nos dice Fray Benito Jerónimo Feijóo es que, en realidad, uno de los tres libros que habían que dado, se salvó del incendio. Era el último (y lo refiere Ajlajarilbj en el siglo XVII). Abierto por Sila, el libro só lo contenía estas líneas:

La escritura fue inventada para que los hombres perdieran la memoria.

1 Estos dos patricios o sacerdotes, los duumviri sacris faciendis (que Feijóo no nos cuenta por olvido o por no creerlo necesario) fueron aumentados a diez, los decemviri, en el año 367 a. J. C. Posteriormente, a quince, los quindecemviri, por decreto de Sila.


LOS PECES QUE ENGENDRABAN HOMBRES

En el siglo xvi circularon en Europa algunos libros he réticos, cuyos posibles autores perecieron en la hoguera. De uno de ellos, L´origine de la magie (1583), (redactor no precisado todavía), se extrajo una fábula que aterro rizó a los inquisidores. Según este relato, sólo las aguas y los peces existieron en el origen de la vida. Pero los peces eran de distintos tamaños, y su dimensión po sibilitaba una inteligencia peculiar que faltaba en los más pequeños, condenados, a su vez, a ser el alimento de los otros. Uno de esos grandes peces, llamado Incitant (in citante, promovedor de vida) de enormes aletas, voló un día hacia la superficie terrestre y arrojó su semen desa prensivamente. La parcela en que cayó el líquido se cu brió de una extraña tonalidad ambarina, y a los pocos meses un ser alongado y virtuoso comenzó a saltar sobre las piedras hasta que le crecieron alas en vez de aletas. Este ser alongado fue el primer pájaro que cruzó la at mósfera del planeta. Se alimentó de hierbas y gusanos y buscó refugio en las grutas cuando la altura lo cansaba.

La fábula no se detiene ahí. Relata las peripecias ul teriores del "hijo" alado de Incitant y concluye en la apertura hacia una ontogenia en cuyo origen los pájaros habían iniciado la vida humana.

No se sabe si esa fábula influyó o no en el religioso Lucilio Vanni, quien apenas vivió 35 años. Pero se co noce su historia de sabio inconformista dedicado a los estudios esotéricos. Fue el autor de una hipótesis demo ledora según la cual el semen de los peces podía en gendrar seres dotados de inteligencia, El primer hombre habría sido el producto del líquido espermático derra mado por un pájaro divino, llegado de otro mundo. La respuesta de los Tribunales Inquisitoriales advino rápi damente. Lucilio Vanni fue encarcelado y condenado a muerte en el patíbulo. Lo ejecutaron en Tolosa, en 1619, arrancándole la lengua con una tenaza y estrangulándolo a continuación para que nunca más pensara ni repitiera esa "tremenda herejía".

Un siglo después, en 1748, se publicó el Telliamed, de Benoit de Maillet, que vivió entre 1656 y 1738. El libro había sido escrito en 1724. Pero el autor que co nocía a sus contemporáneos y sabía cuál era la dimen sión asombrosa de sus teorías, prefirió el anonimato al enfrentamiento de la ira. La tesis que desarrollaba te nía conexiones con la leyenda y las ideas del religioso cercenado y estrangulado en Tolosa. El también afir maba en el Telliamed que en el origen de la vida los peces voladores habían engendrado a los pájaros. No reconocía ningún poder divino. Sólo el poder del semen de los peces, caído en una tierra virgen donde ya se habían, dado todas las posibilidades de la germinación. No sabemos qué habría sucedido si Benoit de Maillet hubiera sobrevivido a la publicación de su libro. Los sabios del siglo xx lo habrían recibido con una sonrisa, Pero esto no le quita ninguna importancia. La historia de la ciencia es la historia de la libertad de pensamiento.


JEKYLL Y JACK EL DESTRIPADOR

1. La serie sangrienta

El 6 de agosto de 1888 comienza la historia criminal más desconcertante del Londres de fin de siglo. Es una historia con su ciudad de maldita: el distrito de Whitechapel, con sus calles obscuras, sus casas miserables, sus prostitutas, el hampa agazapada, a la espera del primer desconocido. Transitar entonces por Whitechapel era aventurarse en la ciudad de Dite, descrita en el Infierno del Alighieri. Sólo tenían cabida el azar y los impulsos demoníacos.

Ese día, 6 de agosto, alguien, no importa quien, des cubre el cadáver de una mujer que todos conocían en Whitechapel. Era una prostituta, Emma Smith, que solía recorrer sus callejuelas tenebrosas adivinando miradas. Estaba degollada de oreja a oreja, y su vientre seccionado verticalmente desde el ombligo hacia abajo. Al lado de ella, de sus trenzas revueltas, sobre el pavimento de la maldita callejuela, se hallaban los intestinos, manoseados y dispuestos como un símbolo sinusoidal. Detrás de este dibujo macabro aparecían unas huellas de sangre que se perdían en una acequia. Ahora hubiéramos dicho que un ser incorpóreo, fantasmal, había cometido un crimen para desaparecer en el líquido turbio de una ciénaga que comunicaba con el más allá. El criminal se había diluido como si la acequia lo hubiera devorado.

Examinado el cadáver por la policía, se advirtió en se guida que le faltaba una oreja. Se pensó por un instante que podía tratarse de una muerte por libídine seguida de antropofagia. Krafft-Ebing ya la había descrito en su Psychopathia sexualis (c. VIII). Pero no se trataba de esto, porque al día siguiente, entre la correspondencia anónima del correo, apareció una cajita con destino a Scotland Yard. En el interior de ella, envuelta en papel de seda, el criminal había colocado la oreja que le faltaba al cadáver de la Smith. Asesinato y desafío que comenzó a inquietar a todo Londres. Las características del hecho probaban ya que el desconocido manejaba el bisturí y te nía excesivos conocimientos de anatomía. Probaba, in clusive, que una vez degollada y destripada la víctima, el asesino se había recreado con los intestinos hasta dispo nerlos sobre el pavimento como si buscara un ordena miento determinado. Por último, con el envío de la oreja a Scotland Yard, habría que pensar en un humorista macabro. (Probablemente es el padre de ese humor negro que luego exaltarían los surrealistas encabezados por André Bretón).

El envío de la oreja, por otra parte, incluía un desa fío a continuar. El reto de las tinieblas contra la policía.

El segundo crimen acaeció en el mismo mes: el 31 de agosto de 1888. La víctima fue Martha Traban, una prostituta de 35 años, de larga cabellera rubia y ojos azules. Degollada y destripada. Y también en White chapel, a poco trecho del lugar en que había sucumbido la Smith. Pero esta vez los intestinos no habían sido ordenados simbólicamente. Estaban desparramados. Tampoco faltaba una oreja. El desconocido había extir pado un riñon como si hubiera trabajado sobre una mesa de operaciones.

Londres comenzó a temblar. Las puertas y ventanas comenzaron a cerrarse muy temprano. Las calles se vol vieron solitarias. Alguna vez, en la neblina densa y de letérea sólo se oía el ritmo de unos cascos que avanzaban hacia el misterio. Después se supo de la humorada ma cabra del asesino. De la reiteración obsesiva. Éste ha bía enviado el riñon a la policía en otra cajita similar a la primera. Scotland Yard quedó escarnecida. Todo Londres se convirtió en una protesta contra su imbatible cuerpo de seguridad. Conan Doyle, que un año antes había creado a Sherlock Holmes en su A Study in Scarlei (1887), sintió lástima por los investigadores de Lon dres.

El 8 de setiembre se reanudó la serie sangrienta. La víctima, otra muchacha que vendía su cuerpo al pri mero que pasara, se llamaba Mary Anne Nichols. Mu rió de la misma manera que las anteriores, con las vísceras sobre el suelo o estampadas sobre las viejas pa redes de Whitechapel. Pero hora aconteció una variante totalmente nueva. El asesino se retiró con una parte de las vísceras. Posiblemente para conservarla y recrearse con su contemplación, como lo hicieron mucho antes, en la historia del crimen, Gilles de Rays y el Asesino de la Medianoche que aterrorizaba en Notting Hill. O bien aquel otro que se llamó Vicenzo Vernezi, tan estudiado por Lombroso (L'huomo delinquenti, II, 168 y ss.), el cual se llevaba la ropa y las vísceras de la víctima para palparlas secretamente.

La cuarta prostituta asesinada fue hallada el 30 de se tiembre en Hamburry Street. Se llamaba Annie Chapmann, acaso un nombre falso para ocultar la miseria y el delito. Y a ésta también le faltaba un riñon que tam poco fue a Scotland Yard. El asesino se había vuelto coleccionista (un coleccionista infernal para otros de monios del más allá). O bien se había desayunado con esa parte del cuerpo humano. Es una hipótesis posi blemente humorística que hubiera entusiasmado a Thomas de Quincey cuya definición del delito (On murder considered as one of the fine arts, I, II) no deja de tener una idea obsesiva sobre la importancia de la bolsa como instrumento para la conservación y el desayuno. Y como hipótesis no era una mera suposición, sino algo terminante, incuestionable. El asesino había cometido el crimen entre la medianoche y la madrugada. La antropofagia pudo haber sido estimulada por la hora, en un amanecer neblinoso, lleno de signos imprevisibles. Aho ra, sin embargo, hay un hecho insólito. Sobre la pared, a poco trecho del cadáver, escrito con tiza (la letra es impecable), hay un mensaje que incluye un desafío a todas las policías del mundo:

Esta es la cuarta y mataré muchas más antes de

desaparecer.

Jack the Ripper

El asesino, insistiendo en su desafío a Scotland Yard se autodenomina para mayor escarnio. Ahora es sencilla mente Jack el Destripador.

Y el Destripador se burla de las reglas. Y también del Comité de Vigilancia, formado ante la indignación de la reina Victoria y la impotencia del jefe de policía Sir Charles Warren. En los primeros días de octubre, en una plaza, al oeste de Whitechapel, da cuenta de la quinta prostituta, Catherin Eddowers. Ahora, en un nuevo alarde de disección, le extrae los ovarios. (Cien años después un argentino recluido en Sierra Chica, realizará idéntico trabajo de los ovarios, "cazando" mu jeres en la Pampa). El 9 de octubre, en Berner Street, siempre al filo de la medianoche, fue hallado el cadáver de Elizabeth Stride. Era la sexta prostituta. La séptima fue una muchacha de 20 años, asesinada en Dorset Street 26, en la misma casa en que recibía a su clientela. Se llamaba Mary Jane Kelly, y tenía fama de mujer her mosa. El Times, en una transcripción de Alan Hynd (Sleuths, Slayers and Swinclers, 1954) decía:

La infeliz estaba echada de espaldas sobre la ca ma, totalmente despojada de sus ropas. Tenía la garganta seccionada de oreja a oreja, pero éstas y la nariz habían sido arrancadas par el asesino. Lo mismo sucedía con los pechos, colocados a su vez, en una mesita. El estómago y el abdomen estaban abiertos. El rostro mutilado, irreconocible en sus rasgos. Los riñones y el corazón, extirpados y pues tos en la. mesita, junto a los pechos. El hígado, tam bién extirpado, sobre el muslo derecho. El útero había desaparecido. Los muslos, por último, es taban lastimados. No puede imaginarse una visión más espantosa.

El asesinato de la Kelly fue el único hecho del mons truo en un lugar cerrado. Y acaeció cuando el Comité de Vigilancia había reforzado sus cuadros. Indudablemente, Jack el Destripador seguía puntualmente las reacciones de sus crímenes. Al advertir que las calles de Londres estaban vigiladas, optó por cambiar de tác tica. Inclusive la que iba a ser su víctima creyó que estaba protegida esperando a la clientela en su propia casa. Aquí termina o se interrumpe la historia de Jack el Destripador. Y es aquí donde comienza otra historia memorable que me propongo relatar.

continuará


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